Era bonito todo aquello, la atmósfera que me rodeaba era tan ligera que casi era impercebible. Me podía sentir alejada de todo aquello que nos abruma cada día, de la agonizante sociedad.
Estaba sumergida en mi propio mundo, las puertas del cual se abrían simplemente al galopar sobre mi bici con un libro a las espaldas esperando a ser devorado.
Estos pequeños momentos son los que cada uno provoca, elabora, moldea a su gusto. Son mis pequeños instantes de infinita felicidad, mi propia felicidad, que no va más allá del límite inalcanzable del horizonte. Que no tiene ni dueño ni nombre.
Era ese cielo difuminado con pomposas nubes que atormentaban a un Sol ya furioso. Junto con las montañas un poco más abajo, inconscientes de los llantos que les esperaban, sin saberlo estaban tristes pero brillaba como nunca su perfil recortado de manera irregular. Yo ahí, y los chicos de "El Palacio de la Media Noche" como la mejor compañía que podría haber tenido en mi más íntima soledad.