jueves, 3 de noviembre de 2011

Mira, (me) voy a ser sincera.

Odio que seas feliz.
Detesto la impune injusticia que se cierne sobre mi a cada paso más cercano del recuerdo algún día evitado, hasta ahora.
Que sí, que es cierto, que ya no vale el autoengaño, eso fue ya suficiente para pasar el mal trago. Ahora llega el primer paso, después del una larga carrera de huida. Llega la aceptación.
Y no, ¡joder! No quiero aceptar. Aceptar sería reconocer la nueva derrota, la nueva batalla perdida.
Me dije hace tiempo que no, que no iba a soportar un fracaso más, que no podría con él, que supondría el desmoronamiento de mi yo interior.
Pero no, mi convencimiento se ahogó con sus pies de plomo, cayó como yo caí, como he caído tantas veces.
Caída tras caída, una, dos, tres, cientas de ellas, en la misma piedra, ya desgastada de las veces que chocó contra mis esperanzas.


Y lo pago, lo sigo pagando, pero aún no ha llegado nadie para decirme la razón de la condena. Mi entrega no pudo ser recompensada, es cierto, mi entrega nunca fue ni correspondida, nunca existió balanza equilibrada para tal peso, calibrada con ese volumen.


Puedo bajar un momento la guardia que sé que la brisa de la noche veraniega volverá a enredar mis cabellos en un recuerdo diluido entre sal y arena, en medio del mar, condenado a la deriva. Puedo estar segura de que el recuerdo no dejaría un pensamiento sano con vida, que la agonía de no conservar en un frasquito la esencia de aquellos momentos llenarían de oscuridad mi mente, por momentos, quizás perpetuos.